#6. No tan liberales.

Cada vez que en nombre del liberalismo se aplican políticas económicas monetaristas o fiscalistas, se vuelve a frustrar la posibilidad del desarrollo. ¿Será esta vez diferente?

El liberalismo es una corriente de ideas que se desarrolló sobre todo en Inglaterra y Francia de la mano de la Ilustración, como una defensa de las libertades en general, contra las tradiciones feudales y los poderes omnímodos de la Iglesia y las monarquías. No se trata de un set de ideas obvio, ni universal, ni necesario, ni mucho menos eterno e inmutable; por el contrario, es el corolario y resultado de la evolución particular del orden social y del universo de ideas del cristianismo en Europa continental e insular. Es una herencia ideológica occidental, judeocristiana.

Como suele ocurrir con los “ismos”, a lo largo de los años y en diferentes latitudes, hubo muchos liberalismos. Sus formas más vulgares le hacen poca justicia a sus fundamentos o sus desarrollos teóricos más sofisticados. Las versiones del liberalismo son tan vastas como contradictorias y hasta antagónicas. Pero debemos al liberalismo muchos valores centrales de nuestra época: las instituciones democráticas modernas, las formas republicanas de gobierno, la limitación, división y equilibrio de poderes en el Estado, la protección de las libertades, la protección de los derechos humanos fundamentales, la protección de los derechos de las minorías, la libertad de cultos. Nada más, ni nada menos. Y debemos al liberalismo también, el desarrollo del capitalismo de libre competencia, los mercados desregulados, el comercio franco, la competencia y la libertad de profesiones y actividades, entre muchas otros valores éticos y culturales que consideramos fundamentales.

Todavía en muchos países la tradición liberal es universalista y de izquierda, mientras la derecha conservadora es más romántica, tradicionalista, nacionalista y particularista. Sin embargo, los viejos moldes hace tiempo se rompieron. Una versión ultra del liberalismo, los libertarios, se asumen en todo el mundo como paladines de una nueva derecha alternativa, contra lo que llaman “la agenda woke”. Woke es un apelativo que agrupa y descalifica todos los lugares comunes del liberalismo progresista y su corrección política. El libertarismo no sólo choca contra el liberalismo de izquierda, sino que extiende su reprobación a la mayoría de los supuestos duros, fundamentales, del liberalismo clásico. Con frecuencia parece bastante antiliberal.

En Argentina el liberalismo también tiene una historia contradictoria. Moreno y Belgrano fueron liberales, a tono con la época, como rousseaunianos, revolucionarios e independentistas que eran. Fue liberal también el partido unitario, contra el particularismo hispanista, tradicionalista, del federalismo provinciano y de Rosas en particular. Alberdi, y toda la generación de 1837, fueron también liberales, al punto que Urquiza, que no lo era, impulsó el liberalismo nada menos que en la Constitución de 1853.

Fue liberal el proyecto del 80, que llevó a Argentina a su máximo esplendor, entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX. El libre comercio con Europa le permitió al país crecer a ritmo avasallante. La necesidad de alimentos de los países del Viejo Continente, que se industrializaban a toda marcha y no tenían más tierras para sembrar, brindó la oportunidad. El sentido de la oportunidad de la dirigencia argentina se activó, y se lanzó a ampliar su frontera productiva. Las campañas contra los indios, la atracción de inmigrantes, la política de tierras, la atracción de capitales, la adopción del ferrocarril primero, la maquinaria agrícola y finalmente el frigorífico fueron los hitos del proceso de desarrollo acelerado de la economía primaria argentina, acompasada con la industrialización en la metrópoli europea.

El comercio franco lastimaba, por cierto, la producción manufacturera local, más o menos artesanal, porque los productos industriales ingleses o franceses eran de mayor calidad y más baratos (la productividad de sus industrias era, por supuesto, superior a la de nuestros talleres artesanales). El liberalismo torció el brazo a los conatos proteccionistas locales, a pesar de que éste contaba con sofisticados exponentes como Vicente Fidel López o Carlos Pellegrini, que animaron el temprano debate público y parlamentario sobre la cuestión del librecambio y la protección de la industria local.

El liberalismo argentino hizo algo más. Con una vocación partidista y unitaria, asumió la tarea nada halagüeña de escribir una Historia Argentina desde una perspectiva universalista, opacando deliberadamente toda referencia a la tradición federal, local y en definitiva nacional. Instauró la idea de la “línea Mayo-Caseros”, romantizó a los revolucionarios de Mayo, e intentó execrar y borrar de la historia a Rosas, el pacificador del país y quien sentó las bases prácticas de la organización nacional. Este gesto sectario fundacional de la historiografía argentina hizo mucho daño, no sólo porque fue parcial y por lo tanto falso, sino sobre todo porque alimentó luego el revanchismo del revisionismo, igualmente partidista y parcial, origen del antiliberalismo, tradicionalista, romántico, nacionalista y chauvinista, que alimenta una fuerte tradición autoritaria en el país.

Ahora bien, desde el punto de vista estrictamente económico, podemos diferenciar dos etapas del liberalismo. Una etapa se extiende más o menos desde el período de la Organización Nacional hasta la crisis de 1930. Otra etapa va desde el derrocamiento de Perón (1955) en adelante. ¿Qué ocurrió en el medio? ¿Cambió el liberalismo? En parte sí, pero sobre todo cambiaron el mundo y el país.

Hasta 1930 el modelo liberal de inserción de Argentina como proveedora de granos, carnes y lana para Inglaterra fue exitoso, más que eso: fue tremendamente exitoso y le otorgó al país un lugar estelar en el comercio mundial, y un puesto privilegiado como destino de la inversión extranjera. La producción física y la productividad de la economía argentina se expandieron como nunca. Pero las guerras mundiales interrumpieron el proceso, cambió el clima de época y cambiaron los términos del comercio internacional. Argentina inició entonces el proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) no por decisión, sino por necesidad. La industria local creció no gracias al proteccionismo o a una “casta” favorable a la industria, sino debido a la imposibilidad material de importar bienes desde Europa, cuya economía se volcó a la guerra. Y lo hizo bastante bien. El desarrollo industrial argentino entreguerras no fue antinatural, antes bien, era lo natural para un país con la formidable dotación de recursos del nuestro. El proceso demostró que tanto los empresarios argentinos cuanto la fuerza de trabajo podían aportar talento, fuerza, vocación, y se adaptaron muy bien a la industria moderna. Esto significó, en todos los sentidos imaginables, un progreso material y social para millones de personas, aunque no cambió la estructura económica profunda.

Sería injusto identificar sin más al liberalismo con las ideas anti industrialistas, aunque una y otra vez aparezcan estas ideas en nombre de la competencia y el libre mercado. En todo caso, librecambismo y proteccionismo coexistieron y disputaron el debate público no sólo en Argentina sino en todo el mundo, en un contrapunto que nunca se salda por completo y que, por el contrario, se actualiza en cada nuevo escenario, en cada nueva coyuntura y ciclo ideológico.

A partir de 1955 el liberalismo entró en otra etapa, y se enfocó en el problema de la estabilización monetaria. El programa de la Revolución Libertadora, que se concibió liberal, venía a sustituir el execrado dirigismo peronista, plasmado antes en los “planes quinquenales” y los documentos y acuerdos del Consejo de la Productividad. La verdad es que estos planes quedaron en meros borroneos de una planificación económica ni siquiera fracasada, sino nunca seriamente pensada ni ejecutada. El peronismo había sido muy inorgánico en materia de planificación, aunque había plagado la economía de regulaciones, topes, cupos, precios máximos, etc. etc. Pero la Libertadora no avanzó en ninguna liberalización. No desarmó el sistema de controles de precios, no desarmó el control de cambios, no avanzó en privatizaciones ni racionalización de empresas públicas ni encaró el achicamiento del Estado, ni desarmó regulaciones. Esas medidas las tomó recién Frondizi, tres o cuatro años después, en el marco del programa desarrollista, que sí se propuso liberalizar la economía, pero sobre todo desarrollarla.

¿Cómo es que los liberales, en lugar de liberales, acaban siendo simplemente monetaristas y fiscalistas? ¿Cómo es que en lugar de favorecer la expansión de los mercados y la competencia toman medidas presuntamente privatistas o desreguladoras que, al poco andar, forman monopolios u oligopolios concentrados? ¿Cómo es que en lugar de bajar impuestos los aumentan? Estas preguntas permanecen a lo largo de décadas, porque (como pasaba con el “socialismo real”) siempre se puede decir que la coyuntura política impidió ser “liberales puros”. Las concesiones a la política, etc. Excusas.

Raúl Prebisch escribió a mediados de los años cincuenta dos informes. En el primer informe, llamado “Informe preliminar”, hacía un diagnóstico que describía en términos amplios y justos los problemas concretos de la economía del post peronismo, la insuficiente capitalización de la estructura económica argentina, el subdesarrollo en materia de infraestructura, industria pesada y bienes de capital. El otro documento, titulado “Moneda sana o inflación incontenible”, en cambio, hacía una serie de recomendaciones (el llamado Plan Prebisch) que inauguraron la idea, revisitada desde entonces hasta el hartazgo, de que se puede abordar el problema de la inflación argentina, con éxito y de forma sustentable, con la llave maestra de una política monetaria y fiscal restrictiva. Y santo remedio.

Alsogaray, Krieger Vasena, Martínez de Hoz, Sourrouille, Cavallo o Dujovne, son algunos de los exponentes de experiencias monetaristas y fiscalistas más o menos eficaces, que fueron o parecieron por un tiempo más o menos exitosas, que pueden considerarse, teóricamente, más o menos incompletas, pero que en todo caso terminaron mal. ¿Por qué? ¿Porque no pudieron ser lo suficientemente liberales, no pudieron ajustarse a los libros de Friedman por incompetencia de los políticos? ¿O tal vez porque la estabilización monetaria no sea, después de todo, la llave maestra para la solución de los problemas de la economía argentina?

Como venimos haciendo en esta serie de notas, reivindicaremos el criterio de desarrollo para intentar ver qué falla en las experiencias monetaristas como respuesta a la inflación de un país subdesarrollado. No se trata de una crítica del monetarismo como teoría, sino como política económica apta para abordar el problema de la inflación en un país subdesarrollado.

Siempre recuerdo las primeras páginas de la introducción del Manual de economía de Samuelson, cuando se preguntaba por quién doblan las campanas, por qué nos planteamos los problemas económicos. El objetivo de la política económica es el crecimiento, y la condición del crecimiento es la reproducción, y antes la inversión y la capitalización, y antes la acumulación y el ahorro. No hay crecimiento genuino, sustentable, sin ahorro, capitalización, inversión, y ganancias de productividad.

Desde el punto de vista de la historia de las ideas, el monetarismo contemporáneo se reformuló y adoptó su tono actual en los años setenta. La crisis del petróleo había puesto fin a la estabilidad de precios de Europa y Estados Unidos, y al ciclo de expansión monetaria y fiscal de los Estados de bienestar en los años cincuenta y sesenta. En ese sentido muy genérico, el monetarismo es antikeynesiano, o más bien poskeynesiano. Pero es una respuesta a los problemas inflacionarios de las economías desarrolladas, que ya realizaron con éxito, y completaron, la capitalización general de estructura productiva.

¿Qué pasa con la inflación de los países menos desarrollados o, para decirlo sin eufemismos, subdesarrollados, con fuertes carencias de capitalización en vastos sectores de la economía? El monetarismo, como en general la teoría neoclásica, no da una explicación particular, sino que extiende su concepción general. Nos dice, claro, que la estabilidad es una condición necesaria, o si no necesaria, al menos claramente conveniente para atraer la inversión. Pero ya tenemos bastante experiencia histórica, y los programas de estabilización, por exitosos que puedan ser, no son condición suficiente para que haya inversión, capitalización de la economía, o crecimiento.

La estabilidad es preferible a la inflación. ¡Pero claro! No hay discusión al respecto, y sólo en los márgenes del debate teórico puede ponerse el tema en cuestión. También es evidente, y se ha corroborado infinidad de veces, que el gasto público descontrolado es inflacionario, más allá de cualquier discusión sobre si la inflación es siempre “un fenómeno monetario” o qué pueda significar esa tautología. Pero la preferencia por ese bien público preferente llamado estabilidad es subsidiaria respecto de otro bien público más preferente o crítico, llamado crecimiento. No preferimos la estabilidad porque sí o por la estabilidad misma, preferimos la estabilidad porque la inflación tapona el crecimiento, y el crecimiento es preferible al estancamiento. En la medida en que la inflación inhibe la inversión y sobre todo la inversión con plazos de amortización largos (la capitalización), hay un motivo más para preferir estabilizar la moneda. Nunca olvidemos que queremos estabilidad para volver a crecer (así se llamaba un libro escrito por Cavallo a mediados de los años 80).

Dicho de otro modo: la inflación es mala e injusta en sí misma, pero lo que nos preocupa desde el criterio de desarrollo es la estanflación, esto es, el fenómeno combinado por el cual la inflación traba el crecimiento, y las políticas fiscales y monetarias irresponsables, que presuntamente procuran imprimir un dinamismo (aunque sea artificial) a la economía, generan más inflación y luego más estancamiento.

Por supuesto, la inflación daña, tapona los circuitos de ahorro e inversión, porque complica la operación de los agentes económicos, en particular la operación en la microeconomía real (la producción), donde los plazos de amortización de los negocios son más largos. Ayuda mucho, en este sentido, identificar la inflación con un plus-impuesto, un impuesto informal, por el cual el Estado se apropia de una parte del producto nacional, por encima de los impuestos formales. Pero nunca está de más insistir en que se trata del más oscuro y desleal de los impuestos (por lo imprevisible) y que es particularmente injusto (porque golpea violentamente a los que tienen menos, y no se pueden resguardar). Una política antiinflacionaria se justifica en sí misma, toda vez que la inflación es un fenómeno indeseable, injusto, que genera infinidad de problemas económicos.

Muy en general uno puede decir que la inflación se debe aun exceso de la oferta de moneda respecto de la oferta de bienes y servicios de la economía. Más en particular, pero todavía en un grado de abstracción elevado, uno puede decir que la inflación también es el resultado de la intervención del Estado no sólo en la cantidad de moneda que el Banco Central pone en circulación (emisión) sino, sobre todo en la relación entre lo que el Estado recauda (la presión tributaria) y lo que el estado gasta (el gasto público). Esa relación la conocemos como déficit fiscal. El déficit, la presión tributaria y el gasto se miden como porcentaje del producto bruto. Pero el déficit (el objeto preferido de la furia monetarista) no nos dice nada ni de la cantidad del gasto, ni de su calidad.

Respecto de la cantidad del gasto, puede haber un déficit muy bajo con alto gasto y con alta presión tributaria ¿sería eso virtuoso? Es probable que no, porque una alta presión tributaria desalienta la actividad y la inversión. Por supuesto es mejor que un déficit y una emisión galopantes. Pero la presión tributaria también es un problema y también tapona el ahorro y la inversión (y alienta la evasión, y la informalidad, el “negreo”, y la fuga de capitales, y el atesoramiento improductivo).

Respecto de la calidad del gasto, puede haber un déficit muy bajo o incluso puede haber superávit, pero con gasto público corriente muy alto (por ejemplo sueldos, gasto público improductivo), e inversión pública, lo que llamamos “gastos de capital”, baja o nula (baja inversión en mantenimiento de infraestructura, por ejemplo). ¿Sería esto virtuoso? Según el criterio de desarrollo, tampoco.

Lo que importa es diferenciar el gasto de la inversión, y en general prestar atención a cómo se dispone el set de incentivos y penalidades (impuestos, crédito, tasa de interés, estructura arancelaria y paraarancelaria, esquemas regulatorios) para que haya más inversión y menos gasto, más ahorro y menos despilfarro, etc. tanto en el sector público cuanto en el sector privado.

No tan liberales, los monetaristas han caído una y otra vez en un esquema llanamente fiscalista: la prosecución de un “déficit cero”, o incluso superavit primario, y por lo tanto “emisión cero”, con lo cual baja la inflación, pero mediante la contracción de la actividad, y sin incentivos al ahorro y la inversión; la atracción de capitales financieros, pero la incapacidad para atraer y radicar inversión directa. Desde el punto de vista político, la estabilidad genera un crédito, confianza, expectativas, ilusión (sobre todo después de episodios de inflación galopante), pero la brusca contracción y el brusco ajuste setean tensiones distributivas. ¿Quién gana y quién pierde con el ajuste y la contracción? Los que menos tienen se quedan con las manos vacías. Se les dice que “hay que pagar la fiesta populista”, pero siempre la pagan los que no se beneficiaron.

Observemos más de cerca la problemática de los países subdesarrollados, esto es, economías descapitalizadas. La inflación aquí no es tan solo “un fenómeno monetario”, sino la expresión de las tensiones distributivas que han ido pujando a lo largo del tiempo sobre un trasfondo de relativo estancamiento, de no creación de riqueza genuina. Acá el Estado puede utilizar la política monetaria expansiva para muchas cosas. Puede utilizarla para impulsar la inversión, por ejemplo a través del crédito a tasas bajas y plazos largos con criterios de calificación en base al cashflow de proyectos de inversión (esto es, una política de desarrollo) o puede, por el contrario, utilizarla para promover el consumo y aliviar momentáneamente, así, las tensiones distributivas.

¿Por qué vienen a cuento las tensiones distributivas? En cualquier sociedad, en los diferentes estratos sociales hay una idea más o menos formada de lo que necesita cada uno para vivir, lo que puede y lo que no, lo que merece y a lo que puede aspirar. Pero el mundo de las expectativas opera sobre una realidad concreta. Una economía descapitalizada retrocede en términos de productividad y competitividad, y por lo tanto se empobrece en términos reales. Sobre esta base de baja productividad y competitividad, una política monetaria expansiva dirigida al consumo (herramienta dilecta del estatismo y el populismo económico) crea una ilusión riqueza que, tarde o temprano, se manifiesta como inflación. Simplemente porque hay cada vez más papel moneda para cada vez menos bienes.

¿Pero acaso no hay crecimiento? nos preguntará el estatista. El Estado gasta más, OK, pero los empresarios producen más, venden más, la gente gasta más, compra más, gana más, el Estado también recauda más, etc. Sí, dedebemos reponder: se puede gastar el doble, o el triple, y generar una aceleración temporal de cualquier variable (¡como lo han hecho mil veces!) pero sin aumentos de la productividad y competitividad, ese crecimiento tiene patas cortas y a la corta o a la larga es inflacionario. Contra eso, el monetarista vuelve una y otra vez con su receta: un programa de estabilización ortodoxo implica ajuste fiscal y restricción monetaria. Menos dinero en circulación y menos gasto público impactan fuertemente la actividad, y el freno a la actividad frena los precios. También puede implicar, y con frecuencia lo hace, un ancla del tipo de cambio (una medida no tan liberal, que tiende al atraso cuando, como siempre, venimos de una inercia inflacionaria), y una apertura importadora. El tipo de cambio bajo y la importación ponen un techo a los precios. Pero ¿habilitan un proceso de inversión, capitalización, y elevación de la productividad? No. Con frecuencia suben impuestos, no discriminan inversión pública de gasto improductivo, cortan la inversión, deterioran los bienes públicos. Aumentan la evasión y la informalidad, la fuga de divisas y hasta pueden agravar la descapitalización, como de hecho pasó muchas veces. Esto es: no encaran el problema de fondo. Y no encarar el problema de fondo no sólo implica perder una oportunidad, sino dar una vuelta de tuerca más al ciclo de la ilusión y el desencanto, al péndulo estatista-monetarista.

Martillar sobre la cuestión de la inversión masiva, dirigida a la capitalización y la modernización, la elevación de la productividad global de la economía, equivale a reclamar que encontremos el agujero del mate. “Es obvio que el objetivo final es la inversión”, nos dirá el monetarista. Pero no es verdad. Cuando todos los instrumentos se dirigen al objetivo de la estabilidad, el sentido último hipotético desaparece, y “el plan económico” se reduce a defender la recaudación, el déficit cero, la estabilidad, cueste lo que cueste, contra las diversas formas de expresarse de las tensiones distributivas, a menos que decida reprimirlas (como ocurrió durante la dictadura del Proceso con el no-tan-liberalismo de Martínez de Hoz). El aprendiz de brujo termina esclavizado por su artificio.

Hace unos años Juan Carlos Torre editó un libro de memorias, “*Diario de una temporada en el quinto piso*”, sobre los avatares de la gestión de Juan Vital Sourrouille como ministro de economía durante el gobierno radical de Raúl Alfonsín. Carlos Pagni lo entrevistó y recordó ya un par de veces uno de los temas que describe el libro: las políticas de estabilización exitosas generan un drama. Cuando la carrera de precios y salarios se detiene, todos nos damos cuenta más cabal de lo mal que estamos. Se objetiva la situación de todos, y particularmente de los más pobres, nos damos un cruel baño de realismo respecto de la posición de cada cual en la pirámide social. ¿Y qué ocurre? Se reactivan las tensiones distributivas, que jaquean el programa de estabilidad. De ahí el planteo del problema de la “gobernabilidad”.

 

Por eso digo que los monetaristas no son tan liberales. Como no las pueden canalizar, necesitan reprimir, descalificar, cortar, o impedir las reivindicaciones sectoriales. El ministro Sturzenegger —ex presidente del Banco Central durante uno de los tantos intentos monetaristas frustrados—, fue el más honesto al expresar claramente este programa ad hoc del monetarismo: no sólo hay que ajustar, además hay que liquidar todas las formas intermedias de asociación y juego político sectorial, porque son una casta de privilegiados, etc. ¿Qué hay detrás de esas “corporaciones”? Intereses sectoriales, claro. ¿Son ilegítimos? A priori no, pero es más fácil despotricar y descalificarlos que hacerse cargo de que la política es la gestión del conflicto de intereses sectoriales, y la democracia (subrayemos: la democracia liberal) se edificó históricamente y se ganó su legitimidad como un sistema de gobierno representativo, donde los intereses sectoriales se expresan a través de sus representantes. Entonces también tenemos, gracias a la filosofía política vernácula, formas de liberalismo bastante antiliberal, antirepublicano y en definitiva antidemocrático.

Una política de desarrollo, tal como la formuló el viejo desarrollismo en los años 60, tiene un componente técnico y un componente político, porque procura hacerse cargo de las tensiones distributivas, y ordenarlas, no reprimirlas.

En su componente técnico, define reglas para el Estado y para el privado. Al Estado se propone achicarlo operativamente, pero potenciarlo en su rol estratégico, orientado a motorizar la inversión pública e impulsar la capitalización en todo lo referido a los bienes y servicios públicos: energía, infraestructura, transporte, logística, etc. Al privado, le ofrece un set de incentivos y penalidades tal que premia, promueve el ahorro primero y luego la inversión (particularmente la inversión dirigida a la capitalización y la elevación de la productividad). Todo este sistema de reglas tiene que estar alineado, pero bien alineado, para no dejar dudas, porque donde hay dudas y desconfianza, el capital no concurre y el programa falla.

Este programa no es una utopía. Argentina lo hizo y con éxito, a pesar de las dificultades técnicas y políticas.

Pero detengámonos en el componente político. El desarrollismo propone a cada sector cumplir su rol, desempeñar su papel, integrarse al programa de desarrollo. Hay un lugar productivo para cada uno de los jugadores del sistema. Hay espacio para las reivindicaciones de cada uno. No hay represión, ni objeción al sistema de representación, ni descalificación a la propia representación sectorial concreta de nadie, al contrario, es un requisito que todos los sectores estén representados por sus representantes. Porque el programa de desarrollo es un programa del conjunto, y debe hacerse propio por cada uno. El interés en la capitalización, la elevación de la productividad y la competitividad, y la creación de riqueza genuina, es un interés común, que se puede y debe discutir, que beneficia a todos, y en el que todos ponen su parte. Eso, bien mirado, es genuinamente liberal, representativo y democrático.

¿Hay problemas de representación? Por supuesto. ¿Hay una crisis histórica de representatividad? Claro, no sólo en Argentina, sino en el mundo. ¿Nos da eso piedra libre para execrar o procurar abolir el sistema representativo? Esperemos que no, aunque los sueños autoritarios sobrevuelen la política argentina y también mundial. La tecnopolítica y su relación con la representación y las instituciones de la democracia liberal en su formato clásico, constituyen un buen tema para próximas entregas de La agenda del desarrollo.

Maximo Merchensky, 15 de noviembre de 2024.