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#5. Populismo económico, decadencia social.
El populismo puede ser de izquierda o de derecha, pero el estatismo se desentiende de la inversión. El kirchnerismo condujo a la argentina por el camino de la descapitalización, la caída de la productividad global, el estancamiento y la inflación.
Cuando digo que el principal problema de la economía argentina es la falta de inversión, la insuficiente capitalización de la economía, mis interlocutores me miran extrañados. ¿Qué estás diciendo? No, el principal problema de la economía argentina es la inflación. O el cepo, o el dólar. La pobreza, la desocupación. El déficit, la emisión, etc. etc. etc. O la corrupción. O la inseguridad. O el Estado y los comunistas. O los progres, o los pobres, los negros, los planeros. O los empresarios prebendarios, etc. etc. O las corporaciones (que son muchas). O en realidad todos estos son problemas serios, graves, y no importa tanto por dónde se empieza, hay que atacar todos los frentes. O hay que reventar el status quo, patear el tablero y desmantelar todo y arrancar de cero. O mejor todavía, hay que desarmar todo y no hacer nada.
Sin embargo, incluso no hacer nada, note tener políticas definidas constituye una política, y en todo caso, nunca es indiferente cómo se ordenan las prioridades de un gobierno. Por ejemplo, si el consenso político y social es que el principal problema del país es la pobreza, el salario, las jubilaciones, etc., verbigracia en general el ingreso, entonces sabemos lo que pasa: tenemos una larga tradición en Argentina de políticas “nacionales y populares” orientadas a abordar este problema, y ofrecer puentes o colchones de ingreso, expansión monetaria, crédito, interés real negativo para el consumo, etc., proteccionismo y subsidios de diverso tipo, financiados desde el Estado, orientados a mejorar el ingreso. Pero claro, si el Estado quiere financiar el ingreso, debe gravar algo (antes o después) para obtener recursos. Si es antes, crea impuestos o toma deuda. Pero a veces no puede financiarse antes, y lo hace después. Es el caso del impuesto inflacionario. Al exceso en esta línea política, cuando deriva por todos los posibles grados de irresponsabilidad, lo llamamos populismo estatista.
En cambio, si el consenso político y social es (como ahora) que el principal problema es la inflación, entonces cambia completamente el enfoque, y también tenemos una larga tradición de respuestas liberales o monetaristas, más o menos ortodoxas, ejecutadas con mayor o menor pericia: ajuste del gasto público (y por supuesto, antes que nada, la inversión pública, que es más fácil ajustar), restricción monetaria, elevación de las tasas de interés, alguna forma de anclaje y retraso del tipo de cambio, incentivos a la importación, etc. Pese a ser antiestatistas, casi nunca bajan los impuestos; pese a ser liberales, casi nunca liberan todos los mercados (el mercado de cambios, o el mercado de trabajo), porque hay también una larga tradición de no ponerle el cascabel al gato, de ir por partes. Primero bajaremos la inflación, después haremos el resto, cuando ganemos poder parlamentario, las elecciones, etc.
La inflación, nos dicen, deriva de que el Estado gasta de más y empapela deslealmente a los ciudadanos (los estafa). Pero lo que no siempre nos dicen (no siempre se animan a decir) es que la inflación también es otro nombre, u otro fenómeno, de un drama más de fondo: que una sociedad cuya productividad global es baja, y tiende a la baja, mantiene expectativas de consumo altas, que tienden a crecer. Queremos vivir mejor y ¿acaso no nos lo merecemos? Este es el problema que las dirigencias argentinas no acertaron a responder en los últimos setenta años.
No se trata tan sólo (un reduccionismo habitual del liberalismo) de que el Estado gaste más de lo que produce, tenga déficit, se endeude, emita moneda, etc. Se trata, más precisamente, de si la sociedad está dispuesta a realizar el conjunto de esfuerzos y tareas requeridas para producir lo que pretende gastar. Y si pretende producir, tiene que invertir y antes ahorrar, porque no hay producción si antes no hay ahorro e inversión, o en rigor: si no dedica deliberadamente una parte importante de lo producido, no a gastarlo, no a consumirlo, sino a invertir, a capitalizarse, ganar productividad y competitividad.
La capitalización es la clave del desarrollo, pero corrijamos, es más todavía, es la clave del funcionamiento de cualquier economía en toda la era moderna. Uno podría elegir capitalizarse o no, modernizarse o no, optimizar o no el uso de los factores, si no compitiese con nadie y no tuviese desafíos ni rivales. Pero las negras juegan también. Los otros países juegan, prosperan, crecen, se hacen más y más productivos y competitivos, lo que altera los términos del intercambio con nosotros.
¿Cómo se logra la capitalización? Este es el quid de la cuestión económica argentina.
El desarrollismo como corriente de ideas fue el llamado de atención sobre el problema de la capitalización, y una advertencia: la capitalización no ocurre porque sí, de cualquier modo, espontáneamente. No es un tema irrelevante, secundario, del cual no haya que ocuparse porque de algún modo Dios proveerá. El desarrollismo como gobierno (1958-1962) no sólo intentó que la dirigencia tomara nota del problema de la capitalización, sino que mostró un camino: estableció una serie de políticas concretas orientadas a la capitalización: ley de inversiones extranjeras, régimen de industria automotriz, batalla del petróleo, siderurgia, química pesada, tecnificación y electrificación del campo, infraestructura de energía y transporte, etc. etc. No sólo puso todo el esfuerzo del Estado detrás de la capitalización (sin excepciones ni medias tintas), sino que construyó y sostuvo a rajatabla un set muy concreto de incentivos y penalidades para que todo el esfuerzo privado se dirigiese también a la capitalización. Finalmente, el desarrollismo como movimiento político (entre 1960 y 1990, digamos) trató de discutir y convencer de la necesidad de seguir por el camino de la inversión, la capitalización. No tuvo éxito, y prácticamente cayó en el olvido.
La historia argentina del último medio siglo ha sido la alternancia pendular entre políticas estatistas y liberales. Como el estatismo es antiliberal, y el liberalismo es antiestatista, es habitual pensar que ahí empieza y termina el menú del alternativas. Pero ¿es así? ¿Y si acaso el problema principal de Argentina no fuese ni la distribución del ingreso ni la inflación, si fuese otro? Entonces es posible que estemos aplicando terapéuticas erradas porque tenemos un diagnóstico equivocado.
Cuando formulamos la cuestión del subdesarrollo, apuntamos a definir con mayor precisión “el problema argentino”. Una y otra vez, con cada crisis, los analistas, pensadores, periodistas y sabihondos, preocupados y abatidos, se preguntan: ¿cuándo se jodió la Argentina? Como si se tratase de una maldición bíblica o destino inexorable. Arman mesas redondas, debates y libros alrededor de esta idea fatalista, como si nuestro drama nacional tuviese raíces mágicas o metafísicas. Porque ¿cómo puede ser posible esta decadencia?
Entonces aunque parezca obvio, es necesario volver a insistir y martillar que el problema argentino es el subdesarrollo, esto es, el déficit crónico de inversión, y la consecuente descapitalización relativa de la economía. Pero, nos dicen ¿quién podría estar en desacuerdo con que haya mayor inversión? Prácticamente nadie, pero la inversión no acude porque todos nos pongamos de acuerdo, vagamente, en que sí, que estaría bueno que alguien invirtiese. No se trata de buena voluntad. Y los gobiernos, como “el problema” es siempre otro, postergan una y otra vez la capitalización, que es la cuestión crítica. Una, y otra, y otra vez.
Supongamos que una fábrica de zapatos vende sus zapatos cada vez con mayor dificultad. ¿Por qué? Porque hay zapatos chinos más baratos, zapatos italianos con mejor diseño, zapatillas deportivas más livianas, y alpargatas más versátiles. Ajustamos todos los costos, eliminamos todos los gastos superfluos, revisamos todas las planillas, pero no da para más: o tecnificamos la fábrica o no podemos competir.
El estatista propone otro camino: pagarle más a los proveedores para que estén contentos y nos den mejores insumos, gastar más en publicidad, contratar más gerentes y pagarles más, etc. pero además hacer un retiro de utilidades porque de algo hay que virir, y comprar autos para distribuir los zapatos, etc. No suele explicar cómo pagar esas cosas, y hasta puede endeudarse para ejecutar este plan tan imaginativo. De paso, si es posible, sugiere contratar mafiosos para que le peguen y amedrenten a cada usuario de zapatos chinos o italianos.
El liberal, en cambio, es como el auditor que aconseja: si seguís gastando te estrellás, ajustá los costos y limitate a comprar los insumos que puedas, lo que te permitan tus resultados y lo que ya tengas vendido. Cerrá las sucursales que no venden, echá a los gerentes, vendé activos aunque debas malvenderlos, porque peor es gastar, y bueno, tal vez debas cerrar la fábrica.
Ni uno ni otro señalan lo que para los clásicos de la economía era una obviedad: que en el capitalismo, para poder funcionar, para poder prosperar o apenas sobrevivir en un mercado cada vez más competitivo, las fábricas de zapatos, como cualquier otra actividad, se tecnifican, se capitalizan y se modernizan, o mueren.
Lo que llamamos populismo ¿qué es? Está de moda identificar al populismo con el estatismo, y lo primero es anotar que una cosa es el estatismo, esto es la política que refuerza la intervención reguladora del Estado en la economía, y otra cosa es el populismo, esto es la política que utiliza la técnica de la satisfacción de las “demandas populares” para consolidar su poder, para reproducirse en el poder. “Populismo” es un término que designa un fenómeno más bien político, en el sentido agonal de la lucha por el poder. “Estatismo” (o intervencionismo, o regulacionismo) es un término que designa un fenómeno más bien económico, una política económica. Estatismo y populismo pueden ir de la mano o no, porque también puede haber, y de hecho hay, populismo no estatista o antiestatista.
Llamamos populismo económico o estatismo a la manipulación arbitraria de las variables económicas, y en general a una política económica que se dirige a ofrecer bienestar o satisfacciones inmediatas, con fines en general electoralistas o clientelares, a costa de comprometer el funcionamiento futuro y la productividad de la economía. Entre los diferentes grados de irresponsabilidad, un gobierno puede desentenderse de la capitalización de la economía, y dejarla librada a la buena de Dios, o puede ir más allá y descapitalizar lisa y llanamente la economía. Destruir stocks para financiar consumo.
El kirchnerismo, la etapa que se inició en 2003 y se extendió y se mantuvo vigente durante dos décadas, fue adoptando todos los rasgos del estatismo.
El gobierno de Néstor Kirchner empezó con una ventaja formidable: 1) un tipo de cambio alto, luego de la fuerte corrección de la salida de la Convertibilidad; 2) un sector externo despejado, por el default de la deuda pública y el colchón del tipo de cambio, con su impacto inmediato en los precios de compra y venta de los bienes transables; 3) un resultado fiscal superavitario, por el default pero también por las retenciones a las exportaciones y el punto de partida del gasto muy contraído hacia fines de la convertibilidad, y finalmente 4) la inflación planchada, en parte por la recesión post convertibilidad, en parte porque algunos sectores de la economía se habían capitalizado durante la convertibilidad, y tenían capacidad ociosa.
Cristina Kirchner repitió una y otra vez que asumieron en medio del caos. La verdad es exactamente al revés, arrancaron con el mejor escenario imaginable para emprender el desarrollo. ¿Por qué? Había ahorro en el sector público, un colchón de ventaja competitiva en el tipo de cambio, un esquema de precios relativos favorable a la reactivación de la economía real. Encima los precios internacionales de las exportaciones argentinas empezaron a subir
Desde el punto de vista del desarrollo ¿qué hubiera debido hacer el gobierno? Podía bajar impuestos de manera masiva o selectiva, podía incentivar o promover grandes proyectos de inversión, a través de desgravaciones o subsidios, o incluso amortización acelerada de bienes de capital. Decidió, en cambio, no bajar impuestos, e incluso crear impuestos nuevos. Podía promover el ahorro y la inversión. Decidió, en cambio, alentar y subsidiar el consumo, incluso el consumo superfluo e irresponsable de bienes escasos como la energía. Podía buscar un acuerdo con los acreedores externos, reconocer sus derechos, involucrándolos en un programa de desarrollo, buscando volver al mercado de capitales, para obtener crédito barato para proyectos de infraestructura y desarrollo. Decidió, en cambio, hacer alharaca de una posición intransigente, destratarlos, imponer quitas y zambullirse en juicios que se extendieron décadas. Podía proponer un programa económico confiable, creíble, auditable, transparente, que habilitara que Argentina recuperase una posición como destino de la inversión extranjera. Decidió, en cambio, pagar anticipadamente la deuda flotante (y barata) con el FMI para “sacárselo de encima”, intervino el INDEC, empezó a falsear estadísticas, hasta la picardía de fraguar los cupones de deuda ajustada a la inflación. Agotó los superavit, luego las reservas, luego los ahorros de los jubilados, y cuando no daba para más impuso un cepo al dólar.
Lejos de las fantasías de moda hoy sobre “una conspiración comunista mundial”, el estatismo respondió a un modelo demagógico, populista, de consolidación del poder, alineado con una tradición ideológica local. La decisión deliberada de sacar del fondo del cajón las viejas y típicas fantasías del pensamiento “nacional y popular” en su versión más vulgar, el nacionalismo ramplón del progresismo argentino, la ingenua idea de que podemos mojarle la oreja a “los poderosos del Mundo”, reivindicar la presunta grandeza de una tradición peronista, prepotente, viril, de un Estado grande, presente, generoso, distribucionista, que pusiera coto a la avaricia empresaria, a sus “rentas extraordinarias”, etc. De acuerdo a la broma del filósofo de Treveris, la historia se repite, pero la primera vez como tragedia, la segunda luego como farsa. Lejos de su pretendida solemnidad progresista, el estatismo kirchnerista fue una fantochada tragicómina.
Como resultado, la presión tributaria creció sin parar. El gasto público creció sin parar, dirigido a cualquier actividad improductiva, o falsamente “educativa” o “cultural”. El empleo público creció sin parar. Las regulaciones del Estado sobre la actividad privada crecieron sin parar. Se decidió subsidiar las tarifas de servicios públicos. Se crearon o ampliaron empresas públicas que prestaban servicios irrisorios, sobreabundantes, o ninguno (Enarsa, TDA, DeporTV o Paka Paka, etc.). Se reestatizaron empresas como Aerolíneas Argentinas, YPF, AYSA o hasta una imprenta de papel moneda, en maniobras que sólo costaron más y más, dejando juicios pendientes, sin aportar poco o directamente nada en materia de servicios concretos, y sin ningún criterio estratégico. Se siguió destruyendo la productividad social, generando más y más instrumentos para que la gente gastara, sin preocuparse por crear las condiciones para que la gente trabajara. La productividad global de la economía se estancó y retrocedió, y en definitiva, caímos en el escenario en que debíamos caer con tanto desmanejo: b. Estancamiento e inflación.
Se dilapidó realmente la más grande oportunidad para el desarrollo que hubo en medio siglo. El verdadero logro del “campo nacional y popular”.
Desde el punto de vista estrictamente económico, o desde el punto de vista de los requisitos de consistencia de una política de desarrollo, todas estas decisiones equivalen a hacerse trampa al solitario. No conducen a nada. Pero lo que estaba en juego para el gobierno no era una política de desarrollo económico, sino la política, sin más. De eso se trata el populismo, de alimentar un proyecto de poder de manera más o menos irresponsable respecto de los intereses nacionales o los problemas profundos de la economía, y en cambio alinear todas las decisiones políticas al interés (particular) del propio poder político en reproducirse.
Y esto no es exclusivo de la izquierda, del socialismo progre, o de una conspiración mundial del comunismo, del sionismo, de la masonería o de los aliens (que están entre nosotros). Que el kirchnerismo reivindicara los años setenta, o el modelo estatista promovido por José Ber Gelbard durante el tercer gobierno de Perón (Silvina Batakis nos dice que fue el mejor ministro de Economía de la historia), todo eso es más o menos anecdótico, porque puede haber muchas formas y muchos rostros del populismo; el componente ideológico de derecha o izquierda es trivial.
En cualquier caso, vamos a reivindicar la necesidad de analizar los gobiernos y las políticas económicas en función del criterio del desarrollo, esto es, la vocación, la claridad, la decisión política, y la consistencia en el alineamiento de las diferentes políticas (la política tributaria, la política monetaria, la política exterior, la política financiera, la política de obras públicas, la política social incluso, la política industrial y productiva, etc.) según contribuyan o no a la capitalización sistémica de la economía, esto es, el desarrollo.
Volveremos sobre eso cuando miremos un poco más de cerca las políticas liberales en general, y la política actual del libertarismo en particular.
Maximo Merchensky, 8 de noviembre de 2024.