#3. Mini revisión del subdesarrollo argentino.

Dios es argentino, y Argentina es el mejor país del mundo. Lejos estamos de los tiempos del “granero del mundo”, los premios Nobel y el octavo PIB per cápita, pero la idea magnífica que los argentinos tenemos de nuestra importancia subsiste. Gardel, Fangio, Maradona, Borges, Messi o el Papa abonan esta autopercepción de significación, de unicidad. Pero no. Hasta fines del siglo XIX Argentina casi no existía como economía, era de verdad insignificante, ni siquiera era relevante entre las colonias de España, comparada con Mexico o el Potosí. Creció recién de la mano del modelo agroimportador del 80, como apéndice de la economía británica, acompasada con su Revolución Industrial, aunque sin imitarla. El esquema tuvo su cenit en el Centenario, e intentó una modesta industrialización obligada por las guerras mundiales. A partir de 1930 empezó a tener problemas (el stop and go), y se estancó a mitad del siglo XX. Desde 1970 empezó a retroceder, y a perder posiciones relativas hasta convertirse en una economía marginal, chiquita, provinciana. Esa es hoy nuestra realidad, aunque no nos guste, o nos genere alguna disonancia cognitiva respecto de la fantasía que tenemos de nosotros mismos, de nuestra historia o, sobre todo, de nuestra riqueza potencial.

Argentina fue una promesa, con su inmensa pampa ubérrima, su variedad de climas, sus ríos, lagos, paisajes, la riqueza hídrica, de hidrocarburos y minerales, sus miles de kilómetros de costa marítima y plataforma continental, todo potencial, todos recursos que permitían hablar, con esperanza, de la formidable riqueza argentina. Sólo faltaba un detalle, movilizarla. El diseño institucional, copiado del que Tockeville admiró en Estados Unidos, invitaba a soñar con un destino similar. La inmigración masiva y su éxito, la integración social, la educación pública de calidad el y desarrollo de una formidable clase media, fenómenos únicos en América latina, abonaban estas promesas. Pero la economía se trabó. La riqueza no se realizó, quedó en potencia, inexplotada, estéril.

Cuando apareció la idea de desarrollo económico, hace no más de siete u ocho décadas, parecía obvio que había economías francamente atrasadas, que se caracterizaron como subdesarrolladas. Y parecía obvio —aunque se discutió mucho— que dichas economías no despegarían espontáneamente, que para crecer e integrarse al club de las naciones modernas del mundo, debían realizar un esfuerzo consciente, deliberado de desarrollo, que implicaba múltiples desafíos para sus elites dirigentes.

Desarrollo implicaba muchas cosas: inversión en infraestructura de energía, mucha energía, que no había; inversión en infraestructura de transporte, de comunicaciones, de servicios públicos, mucha inversión para posibilitar la movilidad de los factores, para permitir el establecimiento concreto de mercados, que tampoco había. Esto es tanto puertos, aeropuertos, rutas y autopistas, cuanto también caminos rurales, riego, agua corriente urbana y cloacas, tendidos de gas natural industrial y domiciliario, etc. Implicaba el diseño y el establecimiento de instituciones de gobierno y justicia local, educación, salud pública, sanidad, planeamiento urbano, etc. Implicaba, también, la articulación saludable de las instancias de representación política local y sectorial, es decir, tanto el funcionamiento de las instituciones subnacionales (provincias y municipios), cuanto la forma en que debían jugar las instancias intermedias de representación: sindicatos, asociaciones profesionales y empresarias, organizaciones de la sociedad civil, etc.

Antes de que apareciera la reflexión sobre el desarrollo, entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, Argentina forjó su diseño institucional representativo, republicano y federal, su articulación de poderes subnacionales, y sus mecanismos de representación. La Constitución de 1853, la federalización de Buenos Aires y su Aduana, la Ley Saenz Peña de sufragio universal, fueron hitos de este proceso, y el proyecto de la generación del 37, más o menos implementado por la generación del 80, constituye su eje central. Argentina creció y expandió su economía de manera ostensible hasta 1930, pero ¿se desarrolló? No había una respuesta unívoca. Argentina confundía a los analistas, propios y extraños.

La cuestión se planteó de forma acuciante hacia mitad del siglo XX, cuando la balanza de pagos del país empezó a generar reiteradas crisis por estrangulamiento de divisas. Tal vez los formidables superavit acumulados durante las guerras había obnubilado a las dirigencias, pero el cambio en los términos del comercio mundial y la estructura del sector externo implicó que lo que Argentina exportaba ya no alcanzaba para importar todo lo que necesitaba. ¿Y qué necesitaba? En principio toda suerte de artículos manufacturados, pero luego, con la expansión de la manufactura local, empezó a requerir petróleo, acero, insumos industriales de todo tipo.

Es curiosa la moda actual de criticar el proceso de industrialización por sustitución de importaciones, que ocurrió de forma inorgánica y forzada por la interrupción del comercio mundial durante las guerras mundiales, pero fue la clave de la modernización del país, de la integración social. Es difícil entender que en la cabeza de alguien pueda caber la idea de un país como Argentina, con todos los recursos de que dispone, y que importe todo, todo salvo alimentos. (Esta idea antiindustrial es tanto más curiosa a medida que pasa el tiempo y la distinción entre producción primaria, industria y servicios se hace más caprichosa).

En todo caso, Argentina se industrializó modestamente antes de que concluyese la segunda guerra mundial, y la industria liviana argentina creció todavía más durante los gobiernos de Perón, que impulsó este proceso, mientras se descuidó la infraestructura. Frigerio señaló muchas veces que ese era el momento preciso de erigir la industria pesada, en particular la del acero, pero también la energía, y la infraestructura de transportes. No se hizo, y esa carencia impidió que el país “completara” su proceso de industrialización.

Por supuesto, la industria pesada requería capitales en una escala que Argentina no tenía, pese a esa fantasía conservadora sobre “el oro acumulado en los pasillos del Banco Central” en el período entreguerras. Mientras la industria liviana crecía espontáneamente por decisión de pequeños y medianos empresarios, apalancada en el crédito ordinario, la infraestructura o la industria pesada requerían otro tipo de capital y, sobre todo, otros plazos de amortización. Al no haber decisión política de impulsarlo, con un mercado de capitales todavía en pañales, sin crédito internacional (que prácticamente no existía) el desarrollo de la infraestructura y la industria pesada no pasaba de proyectos estratégicos en la cabeza de algunos sectores nacionalistas en las Fuerzas Armadas, entre los que destaca la figura del general Savio.

El desarrollismo se propuso entonces romper la inercia e imprimir ritmo, agresivamente, a determinadas prioridades, de manera tal de resolver los cuellos de botella, ese estrangulamiento de la balanza de pagos, determinado por la deformación de la matriz productiva del país. No se trataba de no importar cosas, o de proteger la producción local por la producción local misma. De lo que se trataba era de no dedicar las escasas divisas de que se disponían para importar petróleo, que había en el subsuelo, o acero, si había hierro en Sierra Grande y carbón en Río Turbio. Había que establecer minas en Sierra Grande y Río Turbio, tender caminos, hacer El Chocón y llevar electricidad, y poner en marcha los altos hornos de San Nicolás, para tener acero y dedicar las divisas a importar máquinas, bienes de capital, tecnología, todo lo que la economía argentina necesitaba y no podía resolver. Eso era desarrollo.

Pero no era fácil. Petróleo y siderurgia, electricidad e infaestructura, transporte, comunicaciones y servicios, eran desafíos mucho más allá de las modestas posibilidades de ahorro interno de una economía jaqueada periódicamente por las crisis del sector externo. Para que todo esto pasara había que encontrar y traer capitales de afuera, y hacerlo hería los sentimientos y el orgullo argentino, algo que pasó tanto dentro del mismo nacionalismo que, por otra parte, añoraba el sueño industrial, cuanto de la izquierda anti imperialista. Y aunque hoy parezca mentira, ahí se empantanaba el debate público por esos tiempos, cuando acusaban de “entreguista” a Frondizi. (Ayer, como hoy, era mucho más fácil hacer politiquería y alinear voluntades con slogans o simplificaciones burdas, que plantear realmente los problemas, y buscar consensos para resolverlos).

El programa del desarrollismo no se quedó en la cabeza de sus creadores, tuvo oportunidad de implementarse en los cuatro años de gobierno de Frondizi hasta su derrocamiento en 1962. El programa se puso a prueba e implicó la eliminación de subsidios y controles de precios, la desregulación y liberalización de mercados, la reducción y modernización del Estado, la privatización de empresas públicas, la racionalización del monstruo informe que eran los ferrocarriles del Estado, la multiplicación de la producción de petróleo por tres y de acero por cinco, la creación de la petroquímica, la electrificación y tecnificación del campo, la pavimentación de miles de kilómetros de rutas, la instalación masiva de la industria automotriz, la radicación de inversión extranjera directa y la modernización de la economía a marchas forzadas, como no ocurrió antes ni ocurriría después. Un impulso de expansión de la actividad económica que, además, coexistió con la reducción de la inflación hasta tasas bajísimas, con pleno empleo y plena ocupación de los factores, desafiando todos los preconceptos monetaristas al respecto.

Un golpe de Estado del que los militares argentinos probablemente nunca dejen de arrepentirse derrocó a Frondizi en 1962, habilitando una escalada de resentimiento, frustración, violencia política, crisis económica, e inaugurando en definitiva un par de décadas bastante oscuras de nuestra historia.

En la segunda mitad del siglo XX la presencia de algo así como la “necesidad de desarrollo” en el debate público se hizo menos obvia, y pareció que todo se reducía a otro tipo de problemas. El pensamiento liberal volvió una y otra vez a plantear el problema de la estabilización y la reducción de la inflación con recetas contractivas y monetaristas, de ajuste clásico, ortodoxo; el peronismo, el progresismo y la socialdemocracia, por su parte, insistieron una y otra vez en la cuestión de la distribución del ingreso, un poco por convicción, otro poco por oportunismo, como formas de ganar gobernabilidad. Liberalismo monetarista y populismo estatista se alternaron como recetas en un péndulo que, a cada nueva fase, profundizaba la crisis y el atraso de Argentina respecto de las economías del mundo e incluso de la región.

Las elites dirigentes argentinas, responsables de este péndulo, ensayaron todo tipo de excusas y explicaciones para un fenómeno que se debe ni más ni menos que a su ineptitud. Para los progresistas “nacionales y populares”, la culpa era del establishment de empresarios avaros; para los liberales monetaristas, la culpa era del populismo estatista, pero había culpas para todos los gustos: los sindicatos porque exigían demasiado, los empresarios porque marcaban los precios de manera irresponsable, los militares porque gastaban mucho en una defensa hipotética, etc. etc. “Son todos vivos”. “Todos quieren la suya”. “Hace falta un cambio cultural”. Excusas. Nadie le puso el cascabel al gato respecto del punto central del problema: la ausencia de una política de de desarrollo, esto es, una política comprometida con la formación de capital y su aplicación masiva a la inversión y la capitalización de la economía, el aumento de la productividad global, la única forma de crear riqueza genuina y competir en un mundo que, entretanto, crecía y se transformaba a una velocidad avasallante.

El desarrollo, ¿qué será? Sobre esta cuestión teórica, aparentemente pasada de moda (en qué pueda consistir algo así como “el desarrollo”), versará la próxima entrega de esta Agenda del Desarrollo.

(Hoy, 2 de noviembre de 2024, Rogelio Julio Frigerio cumpliría 110 años. Feliz cumpleaños Tapir).