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#1. La agenda del desarrollo
El debate público argentino deriva repetitivamente por rumbos anodinos, trillados, infructuosos. Discutimos las mismas cosas una y otra vez, con los mismos prejuicios e ideas estériles. Volver a definir y replantear los problemas es un desafío necesario.
Estoy bastante seguro de no ser el único argentino que padece el nivel del debate político actual. Los asuntos que se discuten, los temas de moda, las categorías que martillan y retumban en nuestro cerebro sin interrupción, en la televisión, la radio, los diarios o las redes sociales, aburren de trillados, ofenden nuestra inteligencia por lo ramplones, degradan nuestro pensamiento con simplificaciones burdas y falsas, limitan nuestra conversación, y en definitiva, traban la posibilidad de confluir en un ámbito de debate constructivo.
Argentina acarrea problemas concretos de muy larga data, como la piedra de Sísifo. Pero también arrastra prejuicios, preconceptos, taras ideológicas, slogans, zonceras a izquierda y derecha. Hace algún tiempo propuse utilizar el término “ideologemas” para identificar y aislar, como elementos, esos prejuicios. Me prometí intentar una lista, que puede terminar siendo borgeana, de los ideologemas argentinos contemporáneos. “Los argentinos tenemos una obsesión con el dólar”, o “tenemos una economía bimonetaria”. “Los argentinos siempre queremos la fácil, hacemos culto de la viveza criolla” y “hace falta un cambio cultural”. “Los empresarios argentinos quieren salvarse en dos años” y “suben los precios cuando sube el dólar, pero no bajan los precios cuando baja el dólar”, etc. etc.
Algunos temas, como la inflación, la emisión monetaria, el déficit fiscal, el riesgo país, el dólar, el cepo, alimentan una discusión permanente que obtura el planteo de cualquier otra cosa. Estos conceptos funcionan como verdaderos tapones del debate público argentino, que inhiben el planteo serio de cualquier problema. Ocupan todo el ancho de banda y no dejan espacio para más nada, ni siquiera un intersticio para intentar razonar sobre ningún asunto. A los viejos ideologemas se suman nuevas fórmulas explicativas: “el estatismo es responsable de la decadencia argentina” porque “los comunistas pretenden regular la actividad privada para beneficio de unos pocos”. “Comunistas” son ahora todas las instituciones liberales modernas, incluida la Justicia, las instancias de representación sectorial o negociación colectiva, la salud y la educación pública, etc. Cualquier defensa de lo público se convierte en sospechosa de ser una autodefensa de la “casta”, en una penumbra de ideas vagas y difusas en la que todos los gatos son pardos.
La tecnopolítica en su dinámica actual tensiona esos ideologemas hacia extremos antes insospechados. La ideología funcionaba tradicionalmente como un elemento aglutinante, una fuerza centrípeta, ordenadora, integradora. La fuerza política surgía de la unidad, el encuentro, la confluencia sobre la base de algún común denominador ideológico. Ahora ocurre exactamente al revés. La lógica de las redes sociales abrió el camino para que extremos antes considerados marginales, ridículos, vergonzantes o cuando menos políticamente incorrectos (pienso en el racismo explícito, la xenofobia, el terraplanismo, los ovnis, la venta de órganos o bebés, etc,) se conformen y legitimen como polos potentes, ruidosos, “comunidades” que llaman la atención y canalizan la frustración y el enojo (cf. da Empoli). El telón de fondo de esa gran frustración y de ese enojo son las promesas incumplidas del Estado protector, de las instituciones fallidas y de los representantes fallutos. En el mundo de las respuestas inmediadas, del delivery en el día, de los servicios microsegmentados para consumidores exigentes, la política es un servicio lento, caro y pésimo, que una y otra vez demuestra su ineficiencia.
Las instituciones liberales clásicas (el sistema representativo, el federalismo, el sufragio universal, la división de poderes, las garantías constitucionales, los derechos humanos, la protección de las minorías) se planteaban ante todo como un sistema de resguardos contra las injusticias en general, y contra los abusos del poder político en particular. Ahora, a raíz de la decepción hiperbólica, la moda es despotricar contra los excesos regulatorios o intrusivos de esas mismas instituciones clásicas. Es una dinámica riesgosa (cf. Harari), particularmente cuando —como en el caso argentino— se ejercita desde el vértice del poder político. De ahí al autoritarismo llano hay un umbral tenue.
Pero la decepción alucinante que protagonizaron los personeros del “Estado presente” en el último lustro habilitaron este enojo, esta furia desatada por la sociedad traicionada. Los caprichos y privilegios del estatismo le ofrecieron a los argumentos extremistas una legitimidad de la que, en otro contexto, carecerían. “Sólo un loco puede animarse a cambiar las cosas en serio”, donde “todos los demás tuvieron su oportunidad y fracasaron”. La idea de que la dirigencia argentina es una banda de fracasados (con énfasis exagerado en la sonoridad de las sílabas de la palabra fracasados) es parte central del clima de época. Pero la teatralidad de la acusación no exime de que el reclamo sea legítimo: el establishment político, la casta, fracasó en todo lo que no haya sido reproducirse y retroalimentarse a sí mismo.
Claro, incluso la decisión de no tener política constituye una política. La retirada del Estado es una decisión que tiene perdedores y ganadores. No hay inocencia. Hay una casta de beneficiarios también del modelo libertario, que incluso puede tener varios puntos de contacto con la “vieja” casta estatista. El modelo libertario también ofrece privilegios a determinados intereses, que abren nuevos mercados y espacios de negocios donde antes se desplegaba el estatismo, como ocurrió (salvando las distancias y la escala) en la Rusia post soviética.
Pero basta de análisis vulgares de suma cero. El problema histórico de nuestro país (en esto consistía la prédica del desarrollismo clásico) no es cómo se reparte el ingreso en esta economía marginal y provinciana, sino como se crea riqueza, cómo se movilizan de verdad los recursos que integran nuestro potencial, cómo se construye desarrollo económico, y se posiciona al país en la economía moderna. La clave de análisis para esta cuestión es ¿se están creando condiciones para la inversión?
¿Es sustentable, en definitiva, el camino actual? Desde el punto de vista estrictamente económico, está por verse si el ajuste, la contracción del gasto público, la retirada del Estado de la mayoría de sus posiciones regulatorias (aunque siga regulando nada menos que el valor del dólar), y el reacomodamiento de precios relativos resultante, alcanza para darle dinamismo a la economía en su conjunto. Por ahora, parece que no. La verdad es que la presión tributaria sigue siendo sideral, sobre todo teniendo en cuenta la retirada del Estado, la inversión pública ha sido anulada, el tipo de cambio se retrasa de manera continua, y el poder de compra del salario acusa el impacto de la retracción. La recuperación se demora.
Desde el punto de vista político —tecnopolítico—, la cuestión central es el volumen de apoyo del gobierno en función de las expectativas. Se ha repetido hasta el cansancio que este gobierno prometió ajuste y llegó al poder con esa receta, que está cumpliendo con su promesa. Uno puede ir más allá, y hacer eje en el componente reivindicativo del gobierno: prometió ir contra las elites sabihondas, contra las estructuras de negocios regulados por el Estado, contra las corporaciones políticas, incluso en sus formas institucionalizadas. Esta es la promesa que el gobierno cumple, y actualiza ese compromiso con cada nuevo gesto contra Aerolíneas, contra SADAIC, contra la AFIP y la Aduana, contra los sindicatos, contra los diputados, contra la AFA, contra la conducción de la UBA, etc. etc.
¿Qué factor privilegiará el electorado en 2025, al definir su grado de apoyo al rumbo actual? ¿El factor clásico por el que se evalúa tradicionalmente a los gobiernos, el desempeño económico? ¿O los componentes reivindicativos con los que el Gobierno matiene la iniciativa política y el control de la agenda pública?
Tal vez sea mucho pedir, en este contexto, no sólo que el debate público recupere alguna normalidad, sino que enfoque los problemas olvidados del desarrollo económico argentino. Pero por algún lugar hay que empezar, y alguien tiene que dar los primeros pasos. Me propongo, y propongo a mis amigos lectores, que nos animemos a discutir una “agenda del desarrollo”. Ese es el tema que guiará este newsletter, y que espero podamos enriquecer juntos.
Maximo Merchensky, 29 de octubre de 2024.